Claves de una reforma electoral con perspectiva de género

El equipo de Argentina Elections comparte los avances de sus recomendaciones para la reforma polí­tico-electoral que se llevarán adelante, tanto a nivel nacional como subnacional. En esta oportunidad Natalia Escoffier y Javier Tejerizo abordan la importancia de una reforma electoral que implique una real trasnversalizacion de la perspectiva de género

Con la llegada de Cristina Fernández a la Presidencia de la Nación en 2007 podí­a pensarse que el acceso democrático de una mujer a la primera magistratura del paí­s, contribuirí­a al derribamiento de los techos y paredes de cristal que continúan funcionando como obstáculos para el acceso igualitario en términos de género a puestos de toma de decisión, tanto en ejecutivos electivos provinciales como municipales. En este sentido, “fueron varias corrientes polí­tico-culturales, entre las que destacan el movimiento feminista y de mujeres, las que confluyeron en la creación de los nuevos escenarios polí­tico-institucionales y culturales que debilitaron el orden de género tradicional e hicieron posible su cuestionamiento a través de nuevos discursos y prácticas sociales”[1].

Desde 2014 Claudia Abdala de Zamora conduce Santiago del Estero; mientras que en 2015 fue reelecta Lucí­a Corpacci en Catamarca, Fabiana Rí­os dio paso a otra mujer en Tierra del Fuego -Rosana Bertone-, Alicia Kirchner es electa gobernadora en Santa Cruz y Marí­a Eugenia Vidal en Buenos Aires.

Una mirada superficial darí­a a pensar que la temática estarí­a saldada, pero a pesar del hecho histórico reciente que implica que Vidal sea la primera gobernadora mujer de la provincia más grande del paí­s, las últimas elecciones municipales de Buenos Aires marcaron un franco retroceso respecto de la presencia de mujeres en cargos ejecutivos y legislativos (hemos analizado la misma problemática en otras provincias).

La Provincia debí­a renovar sus 135 intendencias, de las cuales solo 6 eran ocupadas por mujeres. Ya en las PASO nos encontramos con un panorama desalentador, dado que de 1.249 candidatos a Intendentes/as, sólo 216 eran mujeres. Es decir, que solo un 17 por ciento de las listas estaban encabezadas por candidatas.

Esta situación fue luego agravada por el filtro de las PASO. En las generales, eliminadas aquellas listas que hubieran perdido las primarias competitivas o no hubieran superado el umbral del 1,5%, restaban 557 listas que competí­an por algunas de las 135 intendencias, de la cuales sólo 66 estaban encabezadas por mujeres, es decir, menos de un 12 por ciento.

En este sentido, atravesadas las elecciones, es posible advertir que únicamente 4 municipios de 135 (lo cual representa poco menos del 3 por ciento) están conducidos por mujeres. Se trata de:

  1. Baradero: Fernanda Antonijevic (CAMBIEMOS)
  2. General Arenales: í‰rica Revilla  (CAMBIEMOS)
  3. La Matanza: Verónica Magario[2]  (FPV)
  4. San Miguel del Monte: Sandra Mayol (UNA)

 

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La perspectiva de género no constituye un elemento ad hoc que puede ser agregado en una polí­tica pública en cualquier instancia de su ejecución, sino que, para que tenga real impacto es imperioso que, desde el diseí±o de las iniciativas, se incluya un enfoque de género que apunte a evaluar las consecuencias diferenciadas que determinada polí­tica acarrearí­a para varones y mujeres. En este sentido, los proyectos de reforma electoral no deben quedar simplemente en una modificación del sistema de boleta, sino que es un momento clave para transversalizar cuestiones de género que repercutan en un avance de los derechos de las mujeres en materia de acceso a puestos de toma de decisión publica.

De este modo, en cuanto a la transversalidad de la perspectiva de género (Gender Mainstreaming), es preciso destacar que se trata de un abordaje ciertamente transformador en tanto y en cuanto se implemente como una polí­tica que vaya más allá de lo discursivo. Sin demasiado temor a equivocarnos, podemos afirmar que este término se ha ubicado en el podio de los más utilizados para abordar estas temáticas, lo cual desde ya constituye un avance nada despreciable respecto de la situación anterior pero, al mismo tiempo, su empleo no siempre ha redundado en una cabal comprensión de sus reales implicancias. Así­, como expresa Judith Astelarra[3], la implementación de polí­ticas transversales deben incluir la dimensión de género en todas las acciones y actividades.

Dos tipos de momentos son clave, el primero “refiere a intervenciones activas “ex ante” en que es preciso integrar el factor de la igualdad y hacer los ajustes de las polí­ticas a través del análisis e incorporación de la perspectiva de género. El segundo remite a intervenciones reactivas “ex post” con acciones especí­ficas destinadas a mejorar la situación del sexo desfavorecido”[4]. De este modo, el concepto de transversalidad adquiere un rol central, dado que concibe a la temática de género como un proceso nodal que debe atravesar desde el diseí±o hasta la ejecución y evaluación de las polí­ticas públicas.

Como bien se ha seí±alado en reiterados textos, “la paridad constituye una crí­tica, desde las mujeres, a una democracia representativa que ha sido ineficaz para garantizar en la práctica el ejercicio de los derechos de la mitad de su ciudadaní­a. A una democracia que ha ignorado que una posición de subordinación en el estatus de las mujeres dentro de la sociedad —generada por una construcción patriarcal de los roles que desempeí±an y, en consecuencia, un desigual acceso a los recursos de toda í­ndole— limita sus posibilidades de ejercicio y disfrute de los derechos que, en abstracto, se les han reconocido a través de la igualdad formal”[5]. Por este motivo, pensar una reforma del sistema electoral actual sin concebir un profundo cambio en materia de igualdad de género, solo conllevarí­a sellar las huellas de la desigualdad estructural históricamente arrastradas.

A modo de antecedente relevante, bien cabe citar la Declaración de Atenas, adoptada como resultado de la primera Cumbre Europea «Mujeres en el Poder», integrada por funcionarias europeas de alto rango en noviembre de 1992. Allí­ ya se destacaba que era imperioso llevar adelante acciones afirmativas por los siguientes motivos:

PORQUE la igualdad formal y real entre las mujeres y hombres es un derecho fundamental del ser humano.

PORQUE las mujeres representan más de la mitad de la población. La democracia exige la paridad en la representación y en la administración de las naciones.

PORQUE las mujeres constituyen la mitad de las inteligencias y de las capacidades potenciales de la humanidad y su infra-representación en los puestos de decisión constituye una pérdida para el conjunto de la sociedad.

PORQUE una participación equilibrada de mujeres y hombres en la toma de decisiones puede generar ideas, valores y comportamientos diferentes, que vayan en la dirección de un mundo más justo y equilibrado tanto para las mujeres como para los hombres.

PORQUE la infra-representación de las mujeres en los puestos de  decisión impide asumir plenamente los intereses y las necesidades del conjunto de la sociedad.

Uno de los ejemplos más destacables en torno a la conceptualización integral de la cuestión de la paridad se encuentra reflejado en la Constitución del 2008 de Ecuador. Allí­ â€œse consagra la paridad no de manera individual, sino articulada a otros conceptos como el de igualdad real y corresponsabilidad entre hombres y mujeres en las tareas públicas y privadas, que en su conjunto revelan un esfuerzo por construir un nuevo modelo de convivencia, y cuyos dispositivos apuntan a deconstruir el sistema patriarcal que por siglos ha mantenido a las mujeres alejadas del espacio público”[6]. Este anclaje resulta fundamental por varias razones. Por un lado, porque la paridad apunta a revertir patrones de desigualdad estructurales de tipo cuantitativo. Si bien tiene repercusiones en el plano cualitativo de la representación porque permite visibilizar y poner en agenda cuestiones que de otro modo continuarí­an solapadas, que haya más mujeres ocupando cargos públicos no implica per se que se transversalice la perspectiva de género o que esas mujeres, de intentar ir por este camino, estén liberadas de las constricciones informales que dificultan y condicionan su desarrollo en igualdad. De este modo, el concebir una reforma que aborde también esos condicionantes de base patriarcal vinculados al plano de la corresponsabilidad en las polí­ticas de cuidado, por ejemplo, resulta absolutamente fundamental para mover el amperí­metro de las disparidades de origen.

La conciliación de las actividades productivas y reproductivas, la erosión de la división sexual de trabajo, el desarrollo de infraestructura estatal acorde al cuidado de nií±os, nií±as y personas mayores, la ampliación de las licencias por paternidad para favorecer la responsabilidad parental compartida, entre otras muchas polí­ticas de esta naturaleza deben ser la base del planeamiento estratégico del Estado en pos de eliminar las brechas existentes. En este sentido, si se analizan los tipos de empleo a través de los cuales la mujer comenzó a desempeí±arse laboralmente en forma remunerada, nos encontraremos con que las primeras tareas ofrecidas a las mujeres reproducí­an certeramente el rol entonces ocupado exclusivamente por ellas en la esfera privada, es decir, tareas asociadas al cuidado y a la división sexual tradicional del trabajo. Docentes, enfermeras, empleadas domésticas, nií±eras y asistentes constituí­an los nichos de inserción femenina por excelencia en aquel momento.

Como seí±ala Laura Pautassi[7] “El desarrollo de la trayectoria laboral de las mujeres en el mercado de trabajo presenta permanentes tensiones en la medida en que ellas son las principales responsables del cuidado de sus familias. Las expectativas sociales referidas a la dedicación de las mujeres al ámbito familiar suelen ser mayores que las asignadas a los varones en todas las etapas de su ciclo de vida”.

Esto genera graves problemas en términos de inserción igualitaria y, a la vez, posibilita un ahorro económico inmenso para los Estados, dado que permite evitar el desarrollo de sistemas de cuidado que actualmente desempeí±an las mujeres en forma no remunerada. Tomando esto como base, es que debemos analizar los términos en los cuales se llevan adelante las reformas normativas, dado que constituyen la punta del iceberg de la desigualdad estructural y, muchas veces, no apuntan a erosionar los condicionantes más profundos que sustentan la base de esta problemática.

No obstante lo cual, también compartimos con Anne Phillips el postulado que seí±ala que “… hacer hincapié en la diferenciación sexual es necesario pero transitorio, porque no quiero un mundo en el que las mujeres tengan que hablar continuamente como mujeres, o se deje a los hombres hablando como hombres. Los que han estado previamente subordinados, marginados o silenciados necesitan la seguridad de una voz garantizada y, en ese periodo de transición hacia una ciudadaní­a plena e igual, las democracias deben actuar para reordenar el desequilibrio que siglos de opresión han forjado. Pero no puedo ver esto más que como una versión de la “acción afirmativa”. Los cambios propuestos se justifican por el mal comportamiento en el pasado, pero anhelan un futuro en el que esos procedimientos se vuelvan redundantes, cuando ya no se defina a la gente por su naturaleza como mujeres u hombres”[8]. Sin embargo, y tomando en consideración el estadí­o actual en materia de relaciones sociales de género se aprecia necesario considerar algunas propuestas a la hora de analizar una reforma electoral, que apunten a alcanzar un reparto equilibrado de los puestos en disputa.

Finalmente, es preciso seí±alar que si bien una reforma electoral que implique una real trasnversalizacion de la perspectiva de género tanto a nivel electoral como partidario tendrá efectos mensurables a corto, mediano y largo plazo en materia de democratización del sistema, no hay que perder de vista que los puestos de toma de decisión no se agotan en los cargos electivos. En este sentido, se aprecia imperioso comenzar a trabajar con mayor profundidad y celeridad en rever la composición por género del poder judicial, por ejemplo, así­ como también de otros espacios de relevancia pública donde las mujeres, desde tiempos inmemoriales, han estado escasamente representadas.

[1]  GUZMíN BARCOS, Virginia y MONTAí‘O, Sonia (2012) “Polí­ticas públicas e institucionalidad de género en América Latina (1985-2010)”, en Serie Mujer y Desarrollo. Santiago de Chile: CEPAL, División de Asuntos de Género. Pág. 9.

[2] El caso de Magario es especialmente destacable, dado que tiene a su cargo el municipio de La Matanza, el cual, con cerca de dos millones de habitantes cuenta con más peso que varias provincias de nuestro paí­s.

[3] Se recomienda la lectura de ASTELARRA, Judith (2004) “Polí­ticas de Género en la Unión Europea y algunos apuntes sobre América Latina” en Serie Mujer y Desarrollo Nº 57. CEPAL: Santiago de Chile.

[4] ASTELARRA, Judith. í“p. Cit. Pág. 16.

[5] Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral – Comisión Interamericana de Mujeres (2013). “La apuesta por la paridad: democratizando el sistema polí­tico en América Latina. Los casos de Ecuador, Bolivia y Costa Rica”. Pág. 22.

[6] Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral – Comisión Interamericana de Mujeres (2013). “La apuesta por la paridad: democratizando el sistema polí­tico en América Latina. Los casos de Ecuador, Bolivia y Costa Rica”. Pág. 81.

[7] PAUTASSI, Laura (2005) “Legislación laboral y género en América Latina. Avances y omisiones” en Reunión de Expertos de la CEPAL “Polí­ticas hacia las familias, protección e inclusión sociales”. 28 y 29 de junio de 2005. Santiago de Chile: CEPAL. Pág. 3.

[8]  PHILLIPS, Anne (1996) Género y Teorí­a Democrática. México: UNAM. Pág. 18.

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