Natalio Botana escribe para La Nación una opinión sobre la imperante necesidad de la tan mentada reforma política en Argentina. Esta reforma conlleva un severo cambio en el sistema electoral puesto en duda luego de las elecciones del 28 de octubre del 2007.
El olvido de la reforma política
Natalio R. Botana
La Nación
17 de enero del 2008
En recientes declaraciones, Elisa Carrió recomendó organizar un foro de partidos políticos para impulsar modificaciones en el régimen electoral.
Es una propuesta que cae de madura para los intereses de la oposición. La renovación por mitades cada dos años de la Cámara de Diputados y del tercio del Senado, estipulada en la Constitución nacional, delimita un intervalo muy breve entre elecciones.
En el curso de un período, sólo el cincuenta por ciento del tiempo de un presidente no esta pautado por el ritmo que imponen los procesos electorales. Si a ello se suma la polémica suscitada por los comicios del año pasado en cuanto a la provisión de boletas para garantizar un acceso equitativo a todos los candidatos en los recintos donde la ciudadanía emite su voto, nos encontramos ante un cuadro que combina las presunciones de corrupción con la ineficiencia de un método anacrónico.
Lo que quedó demostrado en esas elecciones es que a mayor capacidad de recursos humanos y financieros para allegar boletas de votación, menor posibilidad de los otros partidos para hacerse presentes al momento del voto en un pie de igualdad.
Aunque esta hipótesis no se verificó en aquellos distritos donde hubo una competencia entre dos coaliciones políticas bien equipadas (por ejemplo, en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Santa Fe), los datos que se han ido acumulando acerca de la falta de boletas en el Gran Buenos Aires deberían ser un aliciente para encarar la tantas veces postergada reforma electoral.
Convengamos en que la tarea no será sencilla, por varias razones. En primer lugar porque en cualquier proceso de reforma electoral el interés de la oposición entra en colisión con el interés del oficialismo.
La masa de boletas oficialista, siempre a punto y renovada, contrastó con la escuálida oferta de una oposición con escasa movilidad y pocos fiscales.
Se entiende, por tanto, que la idea de reemplazar estos mecanismos por una boleta única, en la cual figuren todos los candidatos, impresa y distribuida por la justicia electoral, logre la adhesión de quienes más han sufrido aquellas carencias.
El voto electrónico podría significar, asimismo, otra reforma viable, así como la selección de autoridades de mesa competentes y bien retribuidas.
Con sólo avanzar sobre estos aspectos circunscriptos (boletas únicas y autoridades) podríamos dar un paso hacia adelante para evitar el riesgo de una declinación en esa esfera sensible de la democracia que atañe a la transparencia del sufragio.
Sin embargo, las reformas electorales son apenas un sitio sobresaliente en un campo minado por criterios que subordinan la universalidad del Estado a las apetencias de los gobiernos.
Si los gobiernos, con sus diversas facciones, se confunden con el Estado y hacen uso y abuso de instituciones que deberían estar destinadas a toda la población, entonces cualquier reforma electoral que se emprenda podría reproducir, con sucesivas vueltas de tuerca, el mismo esquema de dominación.
Si bien este juego lo practica la red caciquil que en varios distritos intenta fabricar un voto útil a su designio, es preciso recordar que esos perturbadores de la libre voluntad ciudadana forman parte del Estado en sus tres niveles (en el nacional, el provincial y el municipal).
El Estado se convierte, de este modo, en la maquinaria electoral de un partido. No es instrumento de la sociedad al servicio del bien común, sino instrumento del gobierno al servicio de su interés particular.
Varios ejemplos históricos ilustran este dilema. En la literatura especializada se registra habitualmente el año 1832, cuando el Parlamento dictó en Inglaterra la primera reforma electoral inscripta en un largo proceso de extensión del sufragio.
Los expertos suelen destacar las modificaciones atinentes al tamaño de los distritos y a los procedimientos adoptados para convertir los votos en bancas, pero no subrayan con el mismo énfasis -al menos, en nuestro país- el hecho de que, un año más tarde, se hayan puesto en marcha en Inglaterra las primeras leyes para instaurar un servicio civil del Estado basado en el mérito, el concurso y la evaluación de los candidatos a ocupar cargos en la burocracia.
Sin servicio público no hay Estado que merezca el nombre de tal, del mismo modo que sin buenas leyes electorales no hay representación política que afiance la calidad de la democracia.
Como podrá observarse, están aquí en juego dos legitimidades: una que viene de abajo, a través de las elecciones, y otra que viene de arriba, mediante la articulación de los cuerpos profesionales y neutrales del Estado.
í‚¿Habrá que seguir insistiendo en estos argumentos para percatarse, una vez más, del carácter invertebrado del Estado argentino?
Llevada a sus últimas consecuencias, esta manera espuria de agenciar el poder afecta directamente la base electoral de la democracia e impide cumplir con el cometido fundamental de garantizar la transparencia de los comicios.
Vista de cerca, se trata de una circunstancia que adquiere mayor dramatismo en la medida en que los gobernantes recientemente elegidos abren el cerrojo de un sistema de prebendas y protecciones recíprocas.
Ya sea que se ponga a descubierto el régimen de contratos, como ocurre actualmente en la ciudad de Buenos Aires, o que se intente en la provincia del mismo nombre distribuir tarjetas electrónicas para cobrar beneficios sociales sin intermediarios (algunos de ellos violentos), lo cierto es que, ante el ciudadano que vota y paga impuestos, el Estado emerge como un botín pronto a ser capturado por partidos, sindicatos u organizaciones ad hoc.
Esta imagen reduccionista, que por ser tal no toma en cuenta otras zonas del Estado mejor equipadas y más idóneas, debe ser disipada cuanto antes, porque nos hace mal a todos.
Por otra parte, si de ejemplos históricos se trata, es claro que la Argentina tiene sobrada experiencia en relación con las reformas electorales desde que, hacia los años veinte del siglo XIX, se disparó hacia el porvenir la promesa del sufragio universal.
Magníficos propósitos que fueron ratificados en la última centuria por las dos grandes leyes de reforma electoral, que estatuyeron primero el voto masculino secreto y obligatorio, y después el femenino.
No obstante, es prácticamente imposible para el historiador identificar un momento comparable que tuviese por cometido una reforma del Estado tan trascendente como sin duda fueron aquellas reformas. Las leyes electorales modificaron, en efecto, muchos comportamientos, pero el Estado quedó librado a un concepto de apropiación particular de sus recursos que se ampliaba en proporción al crecimiento de la participación electoral.
Hubo entre nosotros experiencias de todo tipo: de aumento, de reducción, de utilización del Estado para los fines más perversos y criminales.
En ninguna de ellas se logró, sin embargo, constituir un Estado en forma, apto para servir y no solamente para dominar. Hasta se llegó a desarrollar un estamento privilegiado con respecto al resto de la sociedad, mediante la estabilidad del empleo público.
Pese a las excelentes intenciones que animaban a los legisladores de mediados del último siglo, esta categoría laboral no pudo resolver para nada esas malformaciones. La estabilidad se convirtió, así, en una recompensa, no en un mérito.
Quizás estas consideraciones nos sirvan para entender que nuestra meta es una reforma política que abarque simultáneamente la reforma electoral y la reforma del Estado. Es hora, pues, de poner manos a la obra y nada mejor que habilitar este debate en el Congreso de la Nación para remontar, entre otros motivos, su alicaído prestigio.