Por Héctor E. Schamis
Para LA NACION
21 de Junio de 2007
Una vez más, el proceso electoral en la ciudad de Buenos Aires se convierte en laboratorio de la política general. Como ya ocurrió con sus antecesores, hoy le toca al gobierno de Kirchner ser víctima del humor de los porteños. Inconstante en sus lealtades, pero al mismo tiempo predeciblemente rebelde frente al poder, este electorado continúa siendo el termómetro de la democracia argentina.
La volatilidad de las clases medias urbanas -y no sólo en Buenos Aires- es también un verdadero fenómeno sociológico. Agregado a la fragmentación de los partidos, el voto errático de este grupo social difícil de complacer ayuda a entender la precariedad de los liderazgos surgidos desde el retorno de la democracia. También pone un llamado de atención sobre los ciclos de inestabilidad que recurrentemente azotan al país.
Los presidentes que llegaron al poder desde 1983 lo hicieron, básicamente, por medio del apoyo del electorado urbano. Eventualmente, sin embargo, y de manera imprevista, todos perdieron ese apoyo y abandonaron el poder con baja credibilidad, si no antes de tiempo y en medio de crisis de proporciones.
Si esto es así, y si los cerebros que rodean al Presidente y a su esposa y candidata tienen un mínimo de intuición para captar la historia reciente del país, todos ellos deben de haber comenzado a preocuparse. A manera de ayuda para la memoria, aquí van algunas notas para que lo hagan. En la Argentina de hoy nadie tiene el poder comprado. Las mayorías permanentes desaparecieron hace rato, sólo que a los políticos les cuesta mucho entenderlo.
Repasando esa historia, vemos que 1983 marcó un hecho inédito en la política argentina: el peronismo perdió una elección limpia, abierta y sin restricciones. Lo que debe recordarse es que la derrota del justicialismo obedeció a que el electorado urbano, que lo había apoyado en 1973, le dio la espalda una década más tarde. De hecho, la imagen televisada de un candidato a gobernador quemando un ataúd con las siglas del partido opositor fue demasiado para una sociedad que buscaba dejar la violencia definitivamente atrás.
El triunfador de aquella elección, Raúl Alfonsín, contó con el apoyo de las clases medias desde el inicio de la campaña, pero ese apoyo se evaporó con relativa rapidez. Desde mediados de los ochenta, el peronismo avanzaba en su reorganización, especialmente a partir de la creación de la renovación. La normalización del justicialismo lo hizo viable otra vez a los ojos de la clase media, al mismo tiempo que el gobierno radical comenzó a juguetear con la poco atractiva idea de un tercer movimiento histórico. La hiperinflación de 1989 y sus efectos catastróficos en el ingreso de los sectores medios y bajos hicieron el resto, dándole el triunfo electoral a Carlos Menem.
Si bien Menem no llegó al gobierno con un apoyo consistente del voto urbano, a partir de 1991 la convertibilidad le permitió conquistarlo con algo desconocido desde hacía generaciones: inflación cero. La apreciación cambiaria, a su vez, les dio a los sectores de ingresos medios acceso al crédito, al consumo y a los viajes internacionales. No obstante, ni aun en la cumbre de su popularidad pudo el presidente más poderoso de todos los que gobernaron desde 1983 «domar» del todo a los porteños. Recordemos que De la Rúa fue elegido senador en 1993, que en las constituyentes de abril de 1994 el opositor Frente Grande triunfó en la Capital y que en junio de 1996 De la Rúa se convirtió en el primer jefe de gobierno porteño surgido de elecciones populares.
A partir de allí, el escenario político se constituyó de forma tal que el surgimiento de una coalición de centroizquierda, antimenemista y anclada en las clases medias urbanas resultó inevitable. Así sucedió en 1999, pero la Alianza no pudo gobernar y perdió su propia base de sustentación cuando, en octubre de 2000, la coalición se fracturó a raíz de la renuncia del vicepresidente Carlos Alvarez. Un año más tarde, de hecho, fueron los mismos porteños progresistas -pero también los cordobeses y los rosarinos, entre otros- quienes salieron a las calles a pedir la renuncia del ministro de Economía, del gabinete y, finalmente, del propio presidente.
En enero de 2002, Eduardo Duhalde se hizo cargo de un país literalmente colapsado. Para gobernar, acordó con el radicalismo, enlistó a los gobernadores peronistas y negoció con los intendentes del conurbano. Pero con la sociedad en virtual estado de anarquía y su propio partido dividido, la violencia policial en una marcha piquetera lo forzó a dejar el gobierno antes de lo estipulado. Así y todo, con la elección temprana de abril de 2003 Duhalde logró imponer a su candidato, recompuso el sistema y, al no buscar perpetuarse, se convirtió en el primer presidente que, desde 1983, terminó su mandato con credibilidad. Con varios miembros del gobierno de Duhalde en el gabinete, la transición estuvo signada por la continuidad. Se reestructuró la deuda externa, los precios internacionales acompañaron y la economía comenzó a recuperarse a paso firme. Ello coincidió con la elección parlamentaria de 2005, que fue una oportunidad para Kirchner de acumular poder en sus manos, forzando la renuncia de Lavagna, congelando al Partido Justicialista y captando a sectores del radicalismo. Octubre de 2005 marca el momento a partir del cual, por medio de los superpoderes y con el repetitivo discurso del «plebiscito», la «nueva política» y la «transversalidad», entre otros conceptos vacíos, se avanzó en la construcción de un sistema de gobierno basado en la discrecionalidad del superpresidente.
Así llegamos a la coyuntura actual: las elecciones en la ciudad de Buenos Aires. Desde el Poder Ejecutivo, todo lo que se escucha son acusaciones a sus rivales de ser parte de «los noventa». No sólo ello es insincero, dado que miembros clave de esta administración provienen del menemismo (o del cavallismo), sino que además revela la imposibilidad del elenco gobernante de mirar al futuro, o sea, la falta de propuestas. Si a esto le agregamos la historia reciente, es decir, la tradicional rebeldía de las clases medias urbanas, no hay nada sorprendente en la virtual derrota del candidato oficialista.
De cara al futuro próximo, lo que resta por averiguar es si, a medida que nos acercamos a octubre, los Kirchner y su entorno volverán a «plebiscitarse», como en 2005. Tal vez no sea una mala idea. Así, los argentinos podrán hacerle saber al Gobierno si están a favor o en contra de la arrogancia del poder, la descalificación del opositor, los indicadores económicos que no concuerdan con la realidad, la intimidación a los periodistas, las conspiraciones imaginarias, la intolerancia y el maniqueísmo, por nombrar algunos de los temas por plebiscitar. En buena medida, los porteños ya opinaron al respecto. í‚¿Será, otra vez, premonitorio?
El autor es profesor en la American University, Washington DC (schamis@american.edu).